La avioneta se estampó contra el suelo después de planear sobre los árboles. El cadáver de la madre se quedó en el interior del aparato, junto al del piloto y un amigo de la familia. Los tres habían muerto del impacto. En ese momento fue cuando Lesly, de 13 años, cayó en la cuenta, de golpe, de que ella y sus tres hermanos pequeños habían sobrevivido a un accidente aéreo en mitad de la selva colombiana. A partir de ese instante, sola, sin ayuda de nadie, tuvo un único propósito: mantenerlos con vida en un lugar tan inhóspito y peligroso. Cuando los rescataron a todos, 40 días después, desnutridos y con cara de susto, los niños tenían ganas de jugar y leer.
Los cuatro hermanos vivían con sus padres en Araracuara, un pueblo en el corazón de la selva amazónica donde un presidente colombiano ordenó construir en los años 30 del siglo pasado una cárcel en la que encerrar a los criminales más peligrosos. Encerrar es una forma de hablar. En realidad, los presos vivían al aire libre, en medio de un terreno pantanoso y lleno de maleza. El que quisiera escapar y adentrarse en la selva firmaba su sentencia de muerte. Las siguientes generaciones que nacieron allí, muchas descendientes de convictos, aprendieron a vivir entre culebras, jaguares y plantas venenosas, señala El País de España.
Lesly, como hija de aquel entorno, conoce los secretos de la selva. Sabe guiarse por los rayos del sol que se filtran entre los árboles, reconocer los caminos transitables, las ramas quebradas, los hongos comestibles, según un tío de la menor. Un urbanita difícilmente sobreviviría en ese paraje, pero la gente de las comunidades indígenas se orienta con facilidad y puede recorrer 30 kilómetros en una jornada sin zapatos de aventura. Lesly había crecido con esas enseñanzas. A la larga le iban a salvar la vida a ella y sus hermanos.
Pero todavía tenía que subirse a esa avioneta, la Cessna 206, matrícula HK 2803, pilotada por un hombre que antes había sido taxista, Hernán Murcia. Era 1 de mayo. La madre, Magdalena Mucutuy, y sus cuatro hijos iban a encontrarse con el padre, Manuel Ranoque. Él, que era gobernador del resguardo indígena más cercano, había huido de Araracuara después de ser amenazado por la guerrilla. Esperaba empezar una nueva vida con toda su familia en Bogotá, la capital del país.
El accidente de avión que cambió sus vidas
El vuelo salió desde su pueblo y debía llegar a San José del Guaviare, la capital de departamento más cercana. El trayecto supone recorrer una buena parte de la selva. A mitad de camino, sobre el río Apaporis, el piloto reportó el fallo de un motor. Fue la última comunicación que tuvo con la torre de control. Después de eso empezó a perder altura. Por el trazado que hizo la nave, se cree que el piloto trató de amerizar en el río, pero no le dio tiempo e intentó posarse sobre los árboles. El golpe fue igual de brusco y la avioneta acabó cayendo al suelo.
Por algún motivo que por ahora nadie ha logrado explicar, los tres adultos murieron por el impacto, pero los cuatro niños sobrevivieron sin apenas heridas. Las autoridades que vieron perderse ese vuelo dieron por hecho que no había supervivientes. No fue hasta 16 días después que unos indígenas encontraron la avioneta con los tres cadáveres dentro. ¿Dónde estaban los menores? Aparecieron un biberón, una manzana mordida, una goma del pelo y unos pañales que daban a entender que estaban vivos. ¿Pero dónde?
La avioneta accidentada el 18 de mayo en Guaviare, Colombia.
Lesly, Soleiny (de nueve), Tien Noriel (cuatro) y Cristin Neriman (11 meses) comenzaron un periplo en la selva que iba a alargarse más allá de lo imaginable. Lesly los lideró en todo momento y se ocupó de mantenerlos sanos y salvos. Se sabe que se alimentaron con lo que podían y, más tarde, de los kits que los rescatistas lanzaron desde el cielo. Más de 100 miembros de las fuerzas especiales colombianas y 70 indígenas se encargaron de buscarlos como fuera mientras ellos vagaban sin rumbo por el bosque húmedo más grande del planeta.
En el camino se toparon con un perro que los acompañó durante un buen trecho y que les hizo muy buena compañía. Un buen día, se lo tragó la selva y nunca supieron más de él: su mejor amigo se perdió. Ahí dentro siempre es de noche por el espeso follaje y es difícil advertir más de una silueta a 20 metros. Si alguien se aleja más de esa distancia puede perderse y nunca más aparecer. Así que los niños debieron permanecer muy juntos. Lesly, según una fuente militar, es la que cargaba al bebé la mayor parte del día.
Ellos no lo podían saber, pero encontrarlos era una cuestión de honor para el presidente del país. Días después de la aparición de la avioneta, Gustavo Petro tuiteó que habían aparecido con vida. La noticia se volvió viral en minutos. Con el paso de las horas, sin embargo, los militares no terminaban de confirmarlo. Se supo después que una funcionaria se había dejado llevar por unos rumores en una comunidad indígena y dio por hecho que los habían encontrado. Petro tuvo que borrar el mensaje, toda una afrenta para un tuitero consumado como él. Quedó mal delante de todo el mundo y ordenó a las fuerzas militares que hicieran lo imposible por dar con ellos. Era un asunto de prioridad nacional.
A esas alturas, los niños llevaban ya casi 20 días perdidos. El comandante encargado de la búsqueda, Pedro Sánchez, decía que si no fueran indígenas, las probabilidades de encontrarlos con vida serían muy bajas. Mantenía la fe por Lesly. Los rastreadores caminaron cientos de kilómetros, tejiendo con sus pasos una tela de araña sobre el mapa. Sin embargo, no terminaban de dar con los niños. El tiempo se agotaba.
Encontrar a los niños, cuestión de Estado
La búsqueda fue tan larga que el país se olvidó de ellos. El Gobierno se enredó en un escándalo de escuchas ilegales y rumores de financiación irregular y casi todo el mundo perdió interés. Al comandante Sánchez le daba todo eso igual, él siempre cogía el teléfono con el mismo ímpetu: «Hasta que no los encontremos no nos vamos a ir». Su teoría era que si estuviesen muertos ya hubieran encontrado sus cadáveres. No los encontraban, aseguraba él, porque eran blancos en movimiento. Blancos que cumplían años: el bebé hizo uno y el de cuatro cumplió cinco. Todavía no sabemos si fueron conscientes y si llegaron a celebrarlos. Los días y las noches en la selva son una masa uniforme, dejan de importar las hojas del calendario y las manillas del reloj.
Los militares recibieron el apoyo de las comunidades indígenas. Sin ellas, hubiera sido imposible. Los nativos rezaron antes de adentrarse en la selva como una forma de pedirle permiso a la madre naturaleza. Tienen una serie de creencias y ritos difíciles de entender para el hombre blanco. Para ellos, la selva es un ente viviente con racionalidad y voluntad. La abuela de los niños decía que era la naturaleza la que no les dejaba salir al exterior. El asunto espiritual es muy fuerte. Tienen también la teoría de que las tribus nómadas de esa zona aplicaban sus fuerzas ancestrales para que las autoridades no los encontraran y se quedaran a vivir con ellos.
Biberón encontrado cerca al lugar del accidente de la aeronave.
Ese era uno de los temores del presidente, que una de esas comunidades que perviven prácticamente aisladas los hubiera encontrado y los hicieran sus hijos. Había que pensar cualquier cosa, menos que estaban muertos. Y la realidad es que no lo estaban. Un comando de militares e indígenas los encontraron después de 40 días con síntomas de desnutrición y cansados, pero sin que su vida corriera peligro. Lesly lo consiguió. Colombia la eleva estos días al rango de mito, indica el El País.
Los militares sacaron a los menores de la selva en un helicóptero y los han llevado a un hospital de Bogotá, donde permanecerán unas dos o tres semanas. Allí se aburren en sus habitaciones y el niño, Tien Noriel, se quiere quitar los cables y salir a caminar, según dijo la funcionaria Astrid Cáceres, directora del instituto del menor. Le contaron que después de esta odisea de 40 días solo quieren jugar y leer. Son unos niños.