George Soros se jubila. En efecto, entregó esta semana el control de su multimillonario imperio a su hijo Alexander. El magnate estadounidense que con el ataque a la libra esterlina en 1992, logró ganar mil millones de dólares en un día mientras ponía de rodillas al Banco de Inglaterra. «Tuve suerte», contó mucho después. No era la primera, ni la última, de sus arriesgadas maniobras especuladoras. Hoy su fortuna se calcula en 25.000 millones de dólares, señala El País de España.
El episodio de 1992 fue un pequeño adelanto de las turbulencias por venir en el escenario económico internacional, pero sobre todo de la conversión de la figura de Soros en blanco tanto por su riqueza como por su apoyo a causas liberales, empezando por la promoción de la democracia a través de la red de fundaciones Open Society.
Establecida unos años antes de la caída del muro de Berlín, pudo operar en su país natal, Hungría, sin mayores interferencias bajo el Gobierno comunista, a diferencia de lo que le sucedió después, en un régimen teóricamente democrático, bajo el mandato del iliberal Viktor Orbán: la Universidad Centroeuropea, una de las joyas de la corona, tuvo que marcharse del país tras aprobarse una ley contra ONG con financiación extranjera. Dos años antes la asociación había sido expulsada de Rusia por «indeseable». A comienzos de siglo, la red Open Society operaba en más de 70 países y hasta 2017, había recibido unos 18.000 millones de dólares de sus fondos, señala el medio español.
Temido especulador y generoso filántropo; visionario, audaz, Soros proyecta aún la sombra de un superviviente. Salió indemne de la ocupación nazi en 1944 de su país, Hungría, de donde la familia huyó en desbandada para evitar los campos de concentración, una experiencia que a aquel niño de 13 años le marcó de por vida, como confesó muchas veces.
Mago de la ingeniería financiera incluso antes de que esta se definiera así, un umbral insondable de riesgo ha caracterizado su forma de hacer negocios. Su particular filosofía conjuga incertidumbre y beneficios o, más llanamente, aquello de cuanto peor, mejor: «Cuanto más tensa es una situación, menos se necesita para revertirla y mayor el potencial de ganancias».
Abandonado su propósito de convertirse en filósofo, y tras una pasantía en un pequeño banco londinense, cruzó el charco y en 1956 se estableció en Nueva York, donde trabajó como analista de valores antes de hacerse un nombre. Seis décadas después, su inglés sigue teñido de un fuerte acento extranjero.
George Soros, el reposo del guerrero que puso de rodillas al Banco de Inglaterra
Estableció en 1973 el Soros Fund Management, un fondo de alto riesgo luego rebautizado Quantum, un nombre a medio camino entre una entrega de James Bond y el principio de incertidumbre de Heisenberg.
Sus audaces inversiones multiplicaron rápidamente su fortuna, pero no todas sus apuestas tuvieron éxito. Soros previó correctamente el desplome bursátil mundial de octubre de 1987, pero se equivocó al pronosticar que las acciones japonesas serían las más perjudicadas. Algo parecido le pasó con el Brexit, en 2016: no creía realmente que fuera a producirse la salida de la UE, por lo que el resultado del referéndum británico pilló al magnate con el pie cambiado y largo en la libra, es decir, apostando por su fortalecimiento.
La divisa perdió casi un 12% en dos días frente al dólar. También pronosticó una caída de los mercados tras la victoria de Donald Trump en 2020. Se equivocó y perdió. A finales de los noventa se le vinculó con los ataques al bath tailandés y el ringgit malayo, pero no pudo probarse su participación. También fue investigado, y multado, por el uso de información confidencial en una operación con la Société Générale. Con el pinchazo de la burbuja tecnológica, su arriesgado estilo de hacer negocios se volvió más prudente, indica El País de España.
Soros, gran aficionado al tenis, es un reconocido donante demócrata. Contribuyó a las campañas de Hillary Clinton en 2016 y Joe Biden en 2020 y gastó directamente 128,5 millones de dólares durante las elecciones de medio mandato de noviembre, lo que le convirtió en el mayor donante individual de ese ciclo electoral. Su activismo político y social pronto le situó en el centro de una supuesta conspiración global, de la que sería a la vez artífice y beneficiario: de la primavera árabe al movimiento Occupy Wall Street, la crisis de refugiados de 2015 o el Black Lives Matter, todas las sacudidas sistémicas o coyunturales de las últimas décadas en el mundo obedecerían supuestamente a sus maquinaciones.
Pero no sólo le señala la derecha, también es blanco de fuego amigo por parte de sus correligionarios. En 2010 aportó cien millones de dólares a la ONG Human Rights Watch, muy criticada entre algunos círculos judíos estadounidenses, como demuestra un reciente artículo en The Wall Street Journal en el que Alan M. Dershowitz, profesor emérito de Harvard, aseguraba que el financiero «ha hecho más que nadie para poner a los estadounidenses en contra de Israel».
Si las causas que defiende le han puesto en la mira, el perfil «más político» de su heredero Alexander, de 37 años, puede ofrecer aún mejr rédito a la derecha estadounidense: su intención es «impulsar su apoyo al derecho al voto y al aborto», dos cuestiones candentes en la agenda política y judicial del país.
A Alexander Soros, el trono le cayó por sorpresa
A Alexander el trono le cayó por sorpresa -supuestamente estaba destinado al primogénito, Jonathan, de 52 años, hijo de la primera esposa de Soros-, y, aparte de su vida de descontrol a los veinte, se conoce poco de su currículum que no esté ligado a las empresas de su padre. Es licenciado en Historia por la Universidad de Nueva York y se doctoró en 2018 por la Universidad de Berkeley.
La faceta filantrópica del legendario Soros padre es para algunos un escudo tras que el que se esconden sus verdaderos propósitos: manipular la política y la economía en beneficio propio. Pero pese a la controversia que genera, nadie en el mercado financiero le quita mérito como inversor.
Para Soros, igual que para el niño de 13 años asustado ante el paso de los soldados nazis por las calles de Budapest, invertir es sobrevivir: aprender a ser conservador, asumir pérdidas, no entrar en el mercado si no se ve claro y jugar fuerte cuando la oportunidad se presenta. Huir hacia delante, tal vez.
«En lugar de someternos a nuestro destino, resistimos ante una fuerza maligna mucho más fuerte y salimos adelante. No solo sobrevivimos, sino que ayudamos a otros. Esto me ha marcado, convirtiendo un desastre de proporciones impensables [el nazismo] en una aventura excitante. Aquello me dio el apetito por el riesgo», señaló en un ensayo en The New York Review of Books en 2011.
En los noventa, especuladores como Soros casi ganaron la batalla a los Estados. Tres décadas después, congelado en la memoria aquel miércoles negro de septiembre de 1992 cuando su ataque a la libra desestabilizó los mercados, la leyenda del viejo Soros pervive como lo hacen las réplicas, cada vez más débiles pero frecuentes, de un terremoto, concluye el medio español.